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Pollo Frito Kentucky
Hoy, respetando una maña tradición personal, fui a mi cita anual en el Kentucky Fried Chicken de la zona, sobre el boulevar Hamel. Iba armado con un cupón que me permitiría degustar 4 presas de pollo “broster” (en buen colombiano), una ensalada de repollo en un tarrito, papas fritas y cocacola por la módica suma de 8 dolares CAN. KFC fue fundado por el coronel Sanders en 1952 y 66 años más tarde ahí estaba yo, al pie del cañon, dispuesto a tragar grasa trans al cién para obtener ese placer tóxico y autrodestructivo que ofrece la comida chatarra y que, supongo, deben ofrecer, solo que más intensamente, las drogas duras y el sexo ilícito. Los KFCs son por supuesto un lugar deprimente desde el punto de vista de la salud pública, de la cultura culinaría, o simplemente de la cultura, de cualquier país del planeta, pero además en el primer mundo son también un lugar donde se le saca plata a la gente pobre a cambio de un poquito de felicidad de mala calidad porque no hay nada más barato. En fin, ahi estaba yo junto a unos desconocidos con cara de golpeados por la vida, con mi cajita de pollo, mis botas sucias y mi mente encanallada y empecé a comer ese pollo abominable, cubierto de su vulgar apanado “crispy”, tan solo para descubrir que luego de la primera presa ya me había empezado esa sensación de asco que normalmente solo me da después de que ya he terminado de comer. Me tuve que forzar un poco para comerme la segunda pieza. A la tercera le quité el cuero crispy (el “broster”?) y me comí la mitad. La cuarta la boté a la caneca. Salí triste, triste por mi fragilidad, decepcionado de mi estomago, compañero con el que siempre había podido contar en el pasado aún en las circunstancias mas duras que la vida me hubiera puesto por delante.